HISTORIA DESDE EL CONFINAMIENTO: CAPÍTULO FINAL
Se acaba el confinamiento y decidimos salir en busca de una terracita para tomar algo. Lo normal, un sábado después del trabajo y antes de comer, de antes de todo esto. Ya se puede y además apetece porque hace bueno y se está mejor fuera que dentro. Como nos temíamos, todas las terrazas por las que vamos pasando están llenas. Al girar la calle, vemos que en el restaurante chino han puesto mesas en la acera, invadiendo el espacio de la tienda de “todo a cien” que está justo al lado, que ahora también la regentan unos chinos pero se llama así desde antes del Euro. Vemos una mesa libre y aceleramos el paso para que no se nos adelanten. Le ganamos la carrera a una pareja que resultan ser los del primero primera del bloque de enfrente, ella es la que se pasa el día limpiando cuando lleva el pijama de rayas. Aunque están más cerca, se tienen que detener porque se les escapa el perro. En la persecución a él se le cae la mascarilla al suelo y a ella se le rompe un tacón cuando intenta correr detrás del chucho. Aprovechamos el infortunio de los rivales para abalanzarnos, literalmente, a ocupar la mesa y a sentarnos. Como cuando juegas al juego de las sillas,… ¡Pues igual! Nadie nos mira porque ahora es lo normal y seguro que todos todavía disimulan el haberlo hecho. Entonces, el camarero chino, el único que nos ha visto, se acerca para tomarnos nota.
–Dos copas y media de morros—le pedimos.
–No copa,… molos no hay, mediana si—Nos aclara él.
–¿No tenéis morros?—Le insisto, a la vez que me señalo la mascarilla que llevo puesta para darme a entender—Pues dos medianas y una bravas—y le cambio el pedido para no liarle y que vaya rápido, que con el sofoco tenemos sed.
–No bravas—nos dice con cara de extrañeza y dejando de escribir en la libreta de las notas.
–Pues una bolsa de patatas o lo que tengas de bolsa—le pido, desistiendo ya de pedir cualquier tapa elaborada de las normales. Caigo en la cuenta de que en los restaurantes chinos no suele haber tapas, como las tapas normales de España… sino no serían chinos, pienso.
Cuando el camarero se retira, en la mesa de “a los dos metros de enfrente” descubro a Otto sentado con la que intuyo que debe ser su mujer, la supuesta madre de la supuesta niña llamada Aloe, tomándose dos cañas de barril y acompañándolas con un plato de cortezas blancas, típico aperitivo de los restaurantes chinos. Lo de las cañas de barril me sorprende un poco y me hace pensar que de nuestro pedido el camarero no ha entendido ni una palabra, pero me da igual porque no tengo ganas de preguntarle a Otto cómo ha conseguido que a él sí le entiendan.
De soslayo percibimos la presencia de la pareja que pretendía nuestra mesa y que ya andan merodeando alrededor, como si fueran unos buitres esperando algún desenlace fatal… o a que alguien se levante y deje una mesa libre. Aunque ya han recuperado el perro, él se ha quedado sin mascarilla y viste una camiseta de tirantes con el rótulo de “La España viva” en el pecho… denota una cierta edad pero se le ve fornido y musculado. Ella cojea, en una mano lleva el zapato roto, con la otra sujeta la correa del perro, que continua nervioso y peligrosamente se la está enmarañando en los pies. Se paran para saludar a Otto… al parecer se conocen. Este les saluda con efusividad (no con el codo, sino con la mano y con dos besos a cada uno, que era lo normal de antes) y les invita a sentarse a su mesa. La presunta mujer de Otto permanece callada, sin decir ni media palabra pero con la boca llena de cortezas y aventándose el pecho de las migas que le van cayendo cada vez que muerde una.
Sin quererlo oímos la conversación. Otto les está contando lo de poner Aloe a su bebé, lo de que en España se vive mejor que en Alemania desde siempre y de que le gusta vivir aquí porque se salta los semáforos en verde cuando le sale de sus bolas cuadradas de alemán. El de los tirantes, que ha permanecido estoicamente callado durante lo del Aloe y los semáforos, se ha emocionado con la exaltación que el alemán ha hecho de nuestro país y ha levantado el brazo para llamar al camarero chino con la mano extendida apuntando al cielo y pedirle a gritos cuatro cañas más y otra de cortezas… pero ahora que sean de color amarillo y gualba, le dice (creo que quiere decir gualda). Mientras esperan la nueva ronda, la pareja de Otto, la de las cortezas, aprovecha para limpiarse bien los restos que le cubren la blusa a la altura del pecho… y el perro ahora enrolla la correa en las patas de la silla donde lo han atado. La mujer del tacón roto se ha levantado diciendo que se va al “todo a cien” a ver si encuentra un pegamento de esos fuertes que se secan al instante para poder arreglarlo.
–Las terrazas matan al virus—dice el de los tirantes, de sopetón, interrumpiendo a Otto y como queriendo abrir hilo.
–Ya, ya, sí… pero… ¿Cómo? ¿Cómo dices?—contesta Otto, aturdido por haber perdido la vez del hablar, sin agilidad para hilvanar una respuesta rápida y poder recuperarla.
–Sí, sí, que han dicho que con el calor el virus se muere. Por eso venimos a la terracita, con el buen tiempo, que nos dé el sol y el calorcito… y me pongo la camiseta de tirantes para que me dé más… y, oye… ¡Ni rastro! Y en España si algo tenemos es sol y terracitas. Así que ni confinamiento ni hostias, mucho sol, terracita y cervecita… ¡Y al virus que le den!
Distraídos con la conversación de los vecinos, el camarero nos sorprende con el pedido y nos pide permiso para dejarlo sobre la mesa.
–Sí copa… sí bravas—Y deja dos copas heladas de cerveza con su espuma de barril sobre la mesa… y una ración de patatas bravas con muy buena pinta. Me alivia comprobar que a la postre el camarero me ha entendido y todo está normal, como siempre.
En esto, vemos a la del tacón roto salir de la tienda, sigue cojeando con el zapato en una mano pero ya con más naturalidad, tan normal que si no hubiéramos presenciado la rotura daría para pensar en una de esas modas raras del vestir que se dan continuamente. De la otra mano le cuelga, balanceando por la cojera, un paquete de papel higiénico doble capa, doble uso y extra suave. Nosotros acabamos el aperitivo envueltos en ladridos y en el ruido de la silla metálica arrastrada por el perro, por el vocerío con acento alemán, las risas con acento español, el crujir de los masivos bocados al Pan de Gamba y de las conversaciones absurdas, también entre el camarero y los clientes que se van sentando… cosas de la nueva normalidad.
Volvemos a casa y le voy dando vueltas a lo del virus, el calor y lo de mantener a España viva. Cuando llegamos, le pregunto a Ana por una camiseta de tirantes que recuerdo tener guardada en algún cajón.
–A ti no te quedaba bien y la tiré—me grita desde la cocina mientras se lava las manos con el jabón de los platos.
Joan López – Junio 2020
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