Una vecina que barría la acera me despertó temprano ese día. Me levanté deprisa y, como siempre hacia, estirado en el suelo miré por el agujero para ver quién estaba trajinando en la planta baja. Di un salto y me asomé a la escalera para llamarte:
— ¡Mama, Mama!— muchas veces y muy fuerte, por si acaso no me oías.
La puerta de la calle estaba abierta y afuera se oía tu voz hablando con alguien. Fui hacia el ventanuco de la habitación, lo abrí y allí estabas, comprándole al panadero, el pan y unas tortas para desayunar.
Te llamé otra vez desde lo alto.
— ¡No bajes, que ya entro!— Fue la respuesta. Y me quedé tranquilo, sentado en la cama, esperando a que subieras. Me diste la ropa, me vestí o me vestiste, no sé, me baldeaste la cara con la toalla húmeda y me peinaste. Abajo me tomé la leche, me comí la torta y ya quede preparado. Pero antes de salir me metiste unas perras en el bolsillo.
— Esto no lo pierdas y se lo das a la señorita, que hace frio y es para la carbonilla del brasero— fue lo que me dijiste.
— ¡Vamos que ya es tarde!— Y salimos a la calle.
Cogido de la mano me llevaste unas puertas más arriba, donde la Señorita Rosarito. En la otra mano llevaba mi pizarra y mi pizarrín, para aprender a leer y escribir en mi primer día de la escuela.
Y es que las madres y las hermanas mayores hacen eso, siempre llevan a sus hijos y a sus hermanos de la mano, de aquí para allá, a todos sitios, para que no se pierdan y estén seguros…
¡Y cuando son días especiales les compran tortas para desayunar!
Felicidades Mama, ¡Te queremos!
Joan López – Marzo 2019
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