EL CORTE DE PELO

HISTORIA DESDE EL CONFINAMIENTO: CAPÍTULO XLVII

Hoy tenía pensado contar la experiencia de salir a correr a las seis de la mañana y que se me han cruzado unos conejillos cuando pasaba por la zona de hierba que hay junto al río, frente al nuevo Burger King.  Mientras corría he ido pensando en el argumento de la historia.  De vuelta a casa, después de la ducha relajante y el desayuno placentero de los sábados, todo ha cambiado radicalmente al comentarle a Ana lo de ayer de la peluquería.

— Ni se te ocurra—me ha reprendido al decirle que ya tenía hora reservada.

—Para darle conversación al barbero, me la das a mí. Te sientas aquí, en el taburete—señalando más o menos el centro del  salón, entre el sofá y la televisión.

—Ya te lo arreglo yo, y también el entrecejo y esos pelos de la nariz tan feos que yo no sé qué me da cuando te miro—y se ha levantado de la mesa con decisión para ir a buscar las herramientas de cortar pelos… y de arrancarlos.

Ha vuelto en un santiamén, con un peine, una maquinilla de afeitar, las tijeras y el cacharro de la cera. Me ha pillado todavía de pie, tragando el último bocado del croissant y con el taburete todavía en las manos apunto de situarlo siguiendo sus indicaciones.

— El taburete dámelo para la cera y tú te sientas mejor en una silla—me dice al tiempo que enchufa el tarro de la tortura donde la PlayStation y deja el resto de trastos bien alineados sobre la mesa.

Me siento en la silla, obedeciendo y sin decir una palabra porque he aprendido que en estas situaciones es mejor no hablar. Además, que no me sale.  Hemos empezado por la estética del entrecejo y la nariz. Lo de la cera siempre me ha parecido una traición, primero el calorcito agradable en ese punto celestial que hay entre los ojos, donde nace la nariz,  y luego te dan el tirón doloroso para devolverte la conciencia en un instante. Después ha empezado la barbería, poniéndome una toalla a la espalda, como anticipando el siniestro, para darme calor y sosiego. Ha empezado con la desechable, por la pelusilla del cogote y ya he notado el frio de la brisa que entraba por el balcón. Todavía con los escalofríos ha empezado a masajearme el cuero cabelludo con los dedos a la vez que para despeinarme como si fuera un loco;  y todo para mostrarme en el espejo que se ha traído del baño, el de mirarse la cara de cerca, una imagen desastrada imposible de empeorar.


— ¿Lo ves? Estás hecho un desastre y así no puedes salir a la calle. Ni aunque esté oscuro, a correr, a las seis de la mañana—me dice con voz mandona, como la que se pone  cuando le salvas la vida a alguien aunque no quiera. Y ha empezado la acción. Con el peine azul en una mano y las tijeras (las mismas de la pedicura) en la otra, peinando y cogiendo los mechones entre los dedos y cortando. Cortando y diciendo que era poco, sólo las puntas, a cada minuto varias veces, hasta parecerme que eran cientos durante una eternidad.

— ¿Falta mucho?—le he preguntado nervioso, la verdad, en varias ocasiones.

— ¡Ya casi está!—ha sido su respuesta, cada vez con voz más molesta hasta que por fin ha llegado el momento que me ha quitado la toalla de la espalda.

Mañana contaré la historia de los conejillos… que se me cruzaron mientras corría a las seis… de la mañana.

Joan López – Mayo 2020