INSOMNIO

UNA HISTORIA DESDE EL CONFINAMIENTO: CAPITULO XIII

La vida es un agobio, deambulamos por ella sin calma ni reflexión alguna, como zombis guiados por el ruido, o el olor corporal que desprenden los seres vivos aterrados al esconderse, o por lo que sea que atraiga a un zombi.

Me desperté agobiado a media noche tras una pesadilla que más bien podría llamarse recuerdo, porque el sueño tenía poco de aquello que caracteriza los sueños: la falta de realidad.

Aquella tarde decidimos visitar uno de esos grandes almacenes de muebles donde, curiosamente, no venden muebles sino piezas de madera agujereadas y ranuradas, tornillos de varias clases, una pequeña llave “Allen” en forma de zeta erguida y unas hojas con dibujos secuenciados de instrucciones para que sepas lo que hacer con todo. La ventaja es que están bien de precio y que al recorrer los pasillos te van mostrando ideas de decoración que muchas veces nos valen, porque nuestro piso es pequeño y le va ese tipo de muebles y cosas funcionales. Además, te venden más cosas, cualquier cosa que te puedas imaginar metida en un cajón, sobre una encimera o colgada en una pared, o del techo, o plantada en un tiesto, o colgada en un toallero, en fin, de todo. La última vez nos trajimos una espumadera y un pack de tres bombillas led E27 para los apliques del recibidor. La visita empezó mal, como si todos los zombis de cincuenta quilómetros a la redonda hubiéramos respondido a la llamada del olor a espumadera y a mueble fresco de aquel sitio. Aparcar fue como ir a un “escape room” pero al revés. Después, inmersos en una riada de caminantes fuimos subiendo, uno tras otro, todos los tramos de escalera eléctrica hasta llegar al la entrada de la tienda y, cosa absurda, todos fuimos cogiendo un minúsculo lapicero, un metro de papel y una inmensa bolsa de color amarillo tan grande como para meterse dentro, algunos lo hacían. Obligados por las flechas del suelo, sin poder evitarlo y arrastras de la multitud, iniciamos la marcha a través de pasadizos, entre salones, cocinas y dormitorios, esquivando montones de objetos de todo tipo y uso, con llamativos letreros de precios de oferta que incitaban a la compra. Tras un remanso de la sinuosa marcha  acabamos en una zona donde se mezclaban  todo tipo de muebles de los que llevan patas, sobre todo mesas y la mayoría de forma rectangular.  Como por voluntad de una posesión maligna, desenrollamos el metro de papel y estuvimos midiendo con desasosiego cada una de las dimensiones, de cada una de las mesas y muchas veces, hasta que la posesión nos hizo apuntar unos números que aparecían en una etiqueta que encontramos en el suelo, al lado de una mesa de centro de 800×800 milímetros. Había sido una revelación. Nos insertamos otra vez en el río de caminantes, siguiendo las flechas y acelerando la marcha cada vez más y más, sin control hasta que la velocidad nos hizo perder de vista la realidad que nos rodeaba. En un suspiro aparecimos justo en el coche, en la parte del maletero, lo abrimos, metimos el paquete del mueble en él y volvimos a casa.

Después del montaje, uniendo las piezas con los tornillos usando la llave Allen y siguiendo  las instrucciones gráficas del folleto, nació un precioso taburete redondo de dimensiones 400×300 milímetros. Hubiera jurado que compramos una mesa pero bien está.

Agobiado, a media noche me desperté para tomarme una tila con miel.

Joan López – Abril de 2020