SUBIRSE POR LAS PAREDES

UNA HISTORIA DESDE EL CONFINAMIENTO: CAPITULO XXIV

Viernes, llego a casa a eso de las cuatro menos cuarto, cansado y hambriento, tras una dura jornada de trabajo en el almacén. Al entrar no encuentro a nadie, ni está la mesa puesta, ni se oye ningún ruido y en la cocina no hay rastro de  haberse preparado ninguna comida. Me quedo extrañado sin llegar a la preocupación y se me ocurre consultar el whatsapp por si me han dejado algún mensaje. Nada en el móvil, me lo guardo en bolsillo, dejo las llaves sobre la mesa del comedor y rodeo la estancia con una mirada inspectora en busca de alguna extrañeza que me permita descifrar el enigma. Tampoco hay notas de papel, de esas que se usaban antes de los móviles y se pegaban en cualquier sitio, a la vista, para que las leyera el que tuviera  que llegar, como yo ahora. Entro en la cocina y encuentro la caja de los Nevaditos, junto a un montón de sus envoltorios, desgarrada y tirada en el suelo. Al lado, también en el suelo, hay trozos de papel, como a trizas, como cuando haces un dibujo y no te gusta, y lo rompes para empezar de nuevo. No toco nada, por si acaso, pero empiezo a preocuparme y recorro el resto de la casa gritando: Hola, hola… ¡Hola, hay alguien!

Como nadie contesta, en el dormitorio decido recurrir otra vez al móvil, me lo saco del bolsillo y como en favoritos me sale primero Andrea, la selecciono y le doy al telefonillo verde.  La llamada suena como con eco… en el comedor. Voy al comedor y encuentro su teléfono sonando,  también en el suelo, caído junto a la  lámpara de pie que tenemos en la esquina de la tele. Me acerco, ya un poco más asustado y de repente oigo su voz como proveniente del cielo:

–Me lo pasas porfa, se me ha caído— Con voz pausada de niña buena.

Levanto la cabeza y allí está, en la misma esquina pero arriba, agarrándose con las uñas a la escayola del falso techo, despeinada como una loca, en camisón de poseída, con el cuerpo en convulsión y  del revés, echando espumarajos blancos por la boca y, cómo no, poniéndolo todo perdido.

–¿Pero qué haces? ¿Cuánto llevas ahí arriba? —Le pregunto con un poco de enfado, la verdad.

–Pues un buen rato, desde las doce y cuarto, más o menos—me dice, ya con voz normal, como si nada.

–Subirse por las paredes no está bien, Andrea—Le recrimino, pero con cariño para no empeorar las cosas.

–¿Y tu madre?—Le pregunto

–Creo que en el baño, en la esquina de la bañera, por dentro—Me contesta mientras se arregla un poco los pelos con la palma de la mano.

Y voy al baño a ver… y a ver si comemos.

Joan López – Abril de 2020